Un mito llamado Monzón

  • Por Christian Remoli -
  • Publicado el 08/09/2019

Octubre de 1970. La escena corresponde a un archivo de Canal 13. Se desarrolla antes de subir a las escalinatas del vuelo de Aerolíneas Argentinas que  llevará a Monzón a Roma a pelear por el título del mundo.

Periodista: “Carlos Monzón, tres o cuatro preguntas clave para ubicarlo y para que lo ubique el público argentino. ¿Edad?”

Monzón: “28 años”

Periodista: “¿Desde cuándo boxea?”

Monzón: “Desde los 16 años”

Periodista: “¿Nunca trabajó?”

Monzón: “Sí, hasta el `65, momento en el que gané el cinturón Eduardo Lausse y ahí me dediqué de lleno al boxeo.”

Periodista: “¿Siempre con Amilcar Brusa?”

Monzón: “Si, desde que tenía cuatro peleas de amateur.”

Periodista: “¿Cuántas peleas tiene actualmente?”

Monzón: “De profesional, tengo 80 peleas.”

Periodista: “¿Perdidas?”

Monzón: “Tres perdidas. Pero me desquité las tres.”

Periodista: “Nos contaron que Nino Benvenutti es muy peligroso.”

Monzón: “Para mí no es peligroso. Yo soy más peligroso para él porque pego con las dos manos.”

Periodista: “En las posibilidades está perder, ¿no?”

Monzón: “Para mí, no.”

Un perfecto desconocido. Eso era Monzón para el gran público cuando Tito Lectoure le vendió a los promotores de Benvenuti que era “un paquete, que no tenía ninguna posibilidad” con el campeón mediano de Izola y medallista de oro en Roma 1960.

Había nacido en San Javier. El pueblo santafesino que hoy es centro de la explotación sexual juvenil, tampoco era un lugar auspicioso para los Monzón por 1949. El papá de la familia, Roque, que sufría los mismos problemas de alcoholismo y violencia que hededería su quinto hijo, Carlos, decidió partir en carreta hacia la capital de la provincia con los suyos. En Santa Fé, la vida para los Monzón tampoco mejoró mucho. A los 14 años, Carlos vendía diarios, era albañil, pintor, y todavía no lograba dominar el idioma: “Tenía sonidos guturales –recuerda Ricardo Porta, histórico periodista deportivo santafesino-, cuando yo lo conocí te podía decir que no sabía hablar. Además, lo buscaba la policía por algunas causas menores, como robo de carteras y arrebatos en la vía pública”.

Amilcar Brusa falleció en 2011, con 89 años, fresco y con una memoria de elefanta. Desde 2009 figuraba en el Hall de la Fama del Boxeo. “De todos los campeones del mundo que están allí hay batas, guantes, botas, de todo. De Monzón hay solamente una fotito. Te pido por favor que pongas que la gente que tiene las batas, los guantes y todas las cosas que le fueron robando a Monzón, las devuelva. Son cosas que le pertenecen a la gente, son parte viva del deporte argentino y no corresponden a ningún particular”, sentenciaba meses antes de morir.

“El boxeo fue el refugio de Monzón. La primera vez que lo vi, apareció con un par de botitas, era flaco, alto y desgarbado.” Brusa tuvo que tomar decisiones urgentes para encaminarlo. Monzón terminaba las peleas con los huesos de las manos muy doloridos. Rápidamente, Amilcar se dio cuenta de que la gran potencia que desprendían sus golpes, no eran compatibles con su resistencia ósea, dañada por la falta de alimentación de chico. Así fue que decidió inyectarle las manos con silocaina , droga utilizada por los dentistas como adormecedor, que no está prohibida en el boxeo. No pocos son los amigos de esos primeros tiempos que recuerdan que le tenían que cortar la comida luego de los combates, por el dolor que sufría en los dedos cuando se le iba el efecto. Por otro lado, Brusa se encontró con un púgil de 1.87, una altura poco usual para un mediano. “Yo a mis pupilos les hago hacer mucha cintura para adelante, pero a este como era tan alto lo hacía hacer cintura para atrás. Eso fue una gran ventaja porque era muy difícil pegarle, nadie lo podía alcanzar y con sus brazos largos penetraba por todos lados”, recuerda Brusa.

Mercedes García, Pelusa, segunda mujer de Monzón, está lejos de ser aquella pendenciera que se le plantaba al campeón. Tiene una vida relajada en la casa donde crió a sus hijos y ahora ve crecer los nietos. En el living  hay varios cuadros de Monzón, pero el que más se destaca es uno en colores que dice `El Macho´. “Recuerdo que después de que le ganó el título argentino a  Jorge Fernández no podía conseguir pelear por el título del mundo y eso lo preocupaba”, comenta Pelusa. “Un día de principios de marzo del 70, estábamos tomando unos mates en casa y vino un muchacho de la parada de taxi a decirle que estaba Brusa en el teléfono, que tenía una noticia importante para darle. El le dijo: “la única noticia importante es si me dice que peleo por el título del mundo”. A los cinco minutos volvió como loco, agitado, a decirme que el 7 de noviembre peleaba con Benvenutti en Roma.”

Monzón era un boxeador que no regalaba nada. “Pelea para él”, solía decir Lectoure en su círculo. En un Luna Park con el ojo entrenado a la exquisita técnica de Nicolino o a la excentricidad de Bonavena, Monzón, hosco y de escasa estética, era mirado por arriba del hombro.

Si éste era el semblante de los entendidos, el público directamente no registraba su cara previamente al 7 de noviembre de 1970. “Cuando fue a pelear al Palazio dello Sport en Roma, solamente dos personas confiaban en Monzón: Brusa y Monzón”: Con estas palabras resumió Ulises Barrera, el relator de la pelea para argentina, las expectativas que despertaba Escopeta.

El equipo de Monzón llegó a Roma y comenzó a trabajar duro. Las apuestas y los pronósticos daban ampliamente favorables al campeón del mundo. El primer día que se vieron las caras fue en la  presentación. Monzón charlaba con Brusa y esperaba la retardada llegada de Benvenuti al evento. El italiano arribó, se sacó fotos, saludo a todos y dejó para lo último a Monzón que le daba la espalda. Pasó por al lado, le tocó la cola y le dijo “Ciao, Bambino”. Monzón se dio vuelta, lo fulminó con la mirada, y le dijo: “Tano hijo de puta, pasado mañana te voy a matar”.

 “Después del incidente, Bruno Amaducci, el manager de Benvenuti, se dio cuenta de que Monzón no era un paquete”, rememora Porta, su amigo de Santa Fe. “Así que le mandó a un espia al entrenamiento. Me acuerdo que Brusa se avivó y le hizo cambiar la guardia, lo paró como si fuera zurdo. La otra cosa que tengo muy presente es que cinco horas antes de la pelea estábamos tomando mates en la pieza del hotel Monzón y yo. Entró Brusa y le empezó a hablar con algunos rodeos. Empezó a decirle que no se preocupara, que ya era un logro estar ahí. Monzón miraba el piso todo el tiempo. Hasta que en un momento Brusa le dijo que si él veía que el tano lo castigaba mucho podía tirarle la toalla desde el rincón. Entonces Monzón levanto la vista,  puso la mano derecha arriba del hombro izquierdo de Brusa y le dijo “Amilcar, no se preocupe. Esta noche soy campeón del mundo”. Yo casi me trago el mate, te lo cuento hoy y se me pone la piel de gallina.”

Las imágenes televisivas de la pelea devuelven a casi 50 años un archivo en blanco y negro con un Monzón firme, plantado en el medio del ring, avanzando seguro y sereno, ante un Benvenuti movedizo. El relato de Ulises Barrera deja agujeros entre los que se filtran las órdenes de Brusa: “Arréalo con cross de izquierda hacia las sogas”; “Vamos Carlos, jueguelo con el cross de izquierda”; “¡¡el cross de izquierda, Monzón!!”. Amilcar sabía que Monzón era un hombre de una caja toráxica chica, que no tenía el suficiente aire en sus pulmones para soportar las 15 vueltas con Benvenuti. Esperaba que su pupilo “lo arriara” hacia las cuerdas con el cross para buscar un nocaut con un “escopetazo”, seudónimo de la derecha de Monzón. En el round 12, justo al lado de Brusa, Monzón logra colocar un cross de izquierda seguido de un uppercat de derecha que Benvenuti siente sobre las cuerdas.  Antes de que se escape, lo toca con una derecha larga  y Benvenuti retrocede, esta vez en diagonal, sobre su rincón. Monzón llega caminando, con tiempo y aire. Lo puntea con la izquierda y lo fulmina con una derecha cargada de violencia animal, uno de los nocauts más estremecedores de la historia del boxeo.

“Usted es el mismo periodista que llamó tres veces la semana pasada”, pregunta la voz ronca de Nino Benvenuti que atiende su celular desde Roma. “Si, solamente quería preguntarle sobre Carlos Monzón”. Se toma unos segundos para responder,  “¿Qué le puedo decir, Monzón era mi amigo hasta lo fui a ver a la cárcel”. Benvenuti habla lento y mezcla algunas palabras en castellano. Al ser consultado sobre si es verdad que le tenía miedo a Monzón, afirma: “Se lo puedo contestar así. Monzón tenía un pugilato basado en su instinto natural, hecho de una agresividad increíble que nunca antes y nunca después yo volví a ver en otros boxeadores. Además su capacidad física y morfológica eran inusual para un liviano. Todo eso era de temer”.

Monzón defendió ese título durante 16 oportunidades, recien a 24 años de su retiro pudo ser superado por Bernard Hopkins. Comenzó su carrera de actor, su papel de “el Cholo”, en “La Mary” película dirigida por Daniel Tinayre, y sus escenas de sexo con su novia virgen, encarnada por Susana Gimenez, aún hoy son todo un ícono. Fue símbolo sexual en Europa además, donde en 1977, antes de su última pelea con Rodrigo Valdéz, fue elegido el hombre más elegante del mundo. Sus admiradores eran Belmondo y Delón. Su noviazgo son Susana “lo refinó”, según Brusa. Conocidos son los ataques de celos que tenía cuando estaba ebrio, y la transformación de un tipo callado y sereno, en un bocón incontrolable, con mucha agresividad, cuestión que sufrieron todas sus mujeres, incluida Susana. Para Brusa despues de la “tercera copa de licor era otro”.

En 1979 conoció a una modelo uruguaya, flaca y alta llamada Alba Alicia Muñiz. Maximiliano Roque Monzón nació en 1981 y fue su quinto hijo, el cuarto varón. A pesar del nacimiento del niño, la pareja empezó a descomponerse hasta la separación. En febrero del 88, buscaban reconciliarse en Mar del Plata, en una casa del barrio Los Troncos que había alquilado su amigo actor, Adrían Facha Martel. En el amanecer del 14 de febrero de 1988 ambos volvieron de una cena en el club Peñarol. Discutieron y Alicia Muñiz terminó en el piso, muerta. El tribunal que presidía  la jueza Alicia Ramos Fondeville lo condenó a 11 años de prisión por homicidio simple.

Además de la condena penal que terminó con Monzón encarcelado, pesó sobre él una condena social muy fuerte. Con 12 años de diferencia fue ídolo y asesino por la misma causa, ser un hombre violento. Monzón pagó la condena (y acaso sus culpas) en Batán, Junín y Las Flores (Santa Fe).

Cacho Paladino, médico histórico de Monzón, cuenta que a principio de los 80, no sabía que hacer con su vida. “Se levantaba a las 12 y se iba al bar, era un hombre deprimido, triste. Si seguís así, lo tuyo es cárcel o cementerio, le dije. Y fue cárcel y cementerio”.

El 10 de enero de  1995, haciendo uso de su libertad condicional, comió un asado con unos amigos en Cayastá, un pueblo costero de la Ruta Provinvial 1 de Santa Fé. Debía volver a la cárcel de Las Flores. Luego de haber bebido durante toda la jornada, retornaba con Jerónimo Motura y Alicia Fesia (su cuñada, viuda de un hermano fallecido en un duelo) en su Renault 19 hacia Las Flores. En el kilómetro 51 se fue dos veces a la banquina y perdió en control del auto.
Su entierro fue una de las manifestaciones colectivas más importantes en la historia de Santa Fe. Tenía 53 años.

Ricardo Porta sigue con su tira de lunes a viernes al mediodía, en la que Monzón es un recuerdo permanente y recurrente.

Amilcar Brusa entrenó boxeadores en su gimnasio, a pesar de su edad y de su físico pesado, le sobraron lucidez y energía hasta sus últimos días.

La familia Monzón logró  -al menos de manera parcial- recomponerse. Sus 5 hijos suelen juntarse periódicamente en Santa Fe. El menor, Maximiliano, que es director de cine y tiene 36 años, vive en Buenos Aires y duerme en la casa de Pelusa cuando viaja a visitar a sus hermanos y sobrinos. De a poco está intentando recomponer su identidad.

Carlos Monzón, aquel desconocido que estaba por subir al vuelo de Aerolíneas Argentinas es, 49 años después, un mito viviente, un femicida y una estrella de la pantalla argentina.

Demasiado para un hombre vivo. Demasiado para un hombre muerto.